Durante los últimos meses se había dedicado a dibujar un mapa exacto de todos los pliegues de su piel.
Conocía atajos, senderos, lunares y poros como si fueran suyos.
Había aprendido a distinguir los confines de ese espacio limitado, sus rincones más claros y casi todos los oscuros.
Sonó el portazo y se abrazó con fuerza al fruto de su trabajo: la cartografía completa de un recuerdo.
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