Desde mi ventana no se ve la calle.
Ni el mar.
Ni el campo.
Ni siquiera el cielo.
Desde mi ventana sólo se adivinan un patio gris casi siempre vacío y un muro triste y desconchado. Por eso hace mucho que dejé de asomarme entre los barrotes. Prefiero dedicar todo mi tiempo a degustar los segundos que aporrean sin parar el viejo reloj oxidado que cuelga de la pared.
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