Me asomo, casi sin querer, a la estrecha rendija que separa la noche del día.
Recorro, con los ojos apenas abiertos, los recovecos de tu anatomía
dormida y sucumbo al deseo de rozar el firmamento de tu piel con la
punta de los dedos.
Y me anclo a tu aliento como quien se amarra a una tabla maltrecha en mitad de un oceano eterno.
Cuando el despertador me obliga a cruzar la frontera del sueño, aún
percibo tu calor fundiendo los confines de mi cuerpo mientras abrazo tus
formas en el vacío.
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