Cada mañana abandono el recoveco que hay entre tus brazos y me adentro en la realidad hambrienta, que sigue empeñada en sembrar de cadáveres las aceras.
Mientras lucho con la feroz rutina, crece el ansia por volver a sentir el calor de tus dedos sobre mis sienes, tus manos aferrándose a mi pelo, tu cuerpo copiando la forma de mi cuerpo en una danza armónica y precisa.
Hasta que acaba el día navego entre el deseo punzante y casi doloroso de adentrarme de nuevo en la espesura de tu cuarto.
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