Arden las aceras y el asfalto.
Pesa el aire.
El cielo cae a plomo sobre nuestros hombros.
La ciudad duerme un sueño entrecortado y sudoroso, al ritmo marcado por el ronrroneo de las persianas y el zumbido monocorde de los aparatos de aire acondicionado.
La luna asoma, ruborizada, su rostro entre un mar inmenso de llamas mudas.
Apenas se intuye, ahí al fondo, el tililar tenue de las estrellas, abriéndose paso entre los destellos ciegos de las farolas.
Asomado a la ventana, me repito una y otra vez, como en una salmodia, que sólo se trata de una noche de verano más, al abrigo inmisericorde de la ebullición urbana. Sólo eso. Una noche más.