Asomando entre una oscura amalgama de brumas y deseos quizás ficticios, surqué los escasos diez metros que me separaban de un abrazo eterno o de otro revés de la vida, marcando los pasos, contando casi los latidos acelerados.
Antes de llegar a su altura intenté infructuosamente que mis ojos se cruzaran con los suyos, en busca de una señal mínima que me indicara si debía detenerme a su lado y probar suerte o seguir caminando.
La señal no llegó, pero el azar decidió que debíamos seguir jugando.
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