Antes de que la desidia o la costumbre le pararan los pies, cogíó su apolillado sombrero y dejó en su lugar, colgados de cualquier manera en el perchero, un gesto vacío y una mirada oblicua y confusa.
Luego, ya en mitad de la calle, mientras encendía un cigarrillo arrugado, completó la despedida con unas pocas palabras musitadas a media voz.
Pero ya nadie escuchaba, se había quedado a solas con su propio dolor.
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