Cuentan que, como todo buen ogro que se precie, vivía en lo más profundo del oscuro bosque, empapado de soledad, al abrigo de miradas indiscretas y refugiado de las críticas superfluas que los habitantes de la aldea pudieran lanzarle, debido a su poco ortodoxo modo de vida.
Todos sabían que sólo salía de su ostracismo autoimpuesto una vez al año, coincidiendo con la fiesta mayor. Ese día aseaba su maltrecho cuerpo, vestía sus mejores galas y recorría con sus torpes zancadas los pocos kilómetros que le separaban del pueblucho.
Lo que no todos sabían (a pesar del más que sospechoso censo menguante), es que, tras asistir atento al pregón y escuchar con simulado entusiasmo los mismos temas inmortales de siempre interpretados por la misma orquesta mortecina de siempre, esperaba, tranquilamente sentado en la plaza, a que la noche, con ayuda del exceso de alcohol, espesara el entendimiento de los aldeanos, para comenzar, bien entrada la madrugada y ya sin incómodos estorbos, su sangrienta ceremonia anual de silenciosa devastación.
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