El "tic-tic" monocorde de las gotas recién licuadas marcó el ritmo de los primeros minutos de aquella mañana.
La larga noche precedente había sido terca, y no había abandonado la habitación hasta sembrar cada rincón con una colección infinita de fríos escombros y recuerdos helados.
Los tibios rayos de sol, filtrados por las cortinas, estaban cumpliendo con su labor, pero, entre ese montón de desechos, ya había demasiados cadáveres irremediablemente congelados.
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