Aquel verano fue largo y espeso: fue alumbrado en un lecho de hambre, sangre y dolor, creció entre estertores y murió como mueren todos los veranos, a empellones.
Para completar el círculo de fuego, surgió de la nada un frío horrísono, metálico, cuartelario, dispuesto a arrasar las pocas esquirlas de alegría que quedaban en pie entre la desolación.
Lo que nadie imaginaba en aquel momento es que un invierno pudiese aguantar vivo e impasible (segando esperanzas, limando ilusiones) tantos años.
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