Enfiló la última pendiente a lomos de su corcel, con los ojos fijos en la cima, donde, entre la neblina, se perfilaba su lóbrego destino.
Lucía su mejor armadura, pero ni la gruesa capa de metal era capaz de ocultar el temblor.
Fue tragado por la espesura.
No se oyó ni un mísero lamento.
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